Los argentinos de mediados del siglo 19 ya tuvieron que vérselas con un “Supremo Restaurador”, personaje que tenía ideas muy particulares sobre la manera en que los argentinos debían pensar, hablar, desarrollar sus actividades, y vivir: tenían toda la libertad necesaria para elegir. Claro que no podían elegir aquello que a los argentinos les gustase, sino simplemente entre dos únicas opciones: o hacer lo que el Supremo Restaurador quiere, o ser degollado por la Mazorca. Había una tercera opción, sin embargo: huir del país.
A mediados del Siglo 20, otro que también se las daba de Supremo Restaurador, no tuvo la suerte necesaria y fue sacado a los empellones del país, a bordo de una cañonera paraguaya. Sin embargo, sus pésimas enseñanzas y consejos se multiplicaron como metástasis en el cuerpo argentino, dejando a la República postrada de por vida.
Juntando las enseñazas de ambos nefastos personajes, hoy aparece otro Supremo –pero que no restaura nada- que actúa de la misma manera que el segundo y tiene todas las intenciones de actuar como el primero –si es que la gente con cerebros y huevos no se lo impide. El primer Supremo se hizo otorgar el Poder Supremo (por eso pasó a llamarse a sí mismo el Supremo) por las cámaras de la Provincia de Buenos Aires que, como siguió ocurriendo a lo largo de la historia, parece tener la idea que Buenos Aires es la única capacitada y con derecho a determinar la manera en que el resto de los argentinos tienen que pensar, hablar, vivir, etc, etc.
El periodista sobre economía Roberto Cachanosky escribió un artículo sobre este tema del último Supremo que ha aparecido sobre el horizonte argentino, y que sin más tardanza lo copio más abajo porque dice verdades de a toneladas.
YO, EL SUPREMO
por Roberto Cachanosky
http://www.economiaparatodos.com.ar/
El presidente Kirchner cree que el Estado, encarnado en su persona y su visión de la Argentina y el mundo, debe regular las variables económicas ya que los consumidores y empresarios son incapaces de hacerlo por sí mismos.
Néstor Kirchner cree en el estatismo y en el intervencionismo, es decir, cree que el Estado debe ser empresario y que también tiene que regular las variables económicas, definiendo, según su criterio, qué es una ganancia justa, cuánto tienen que ganar los empleados, qué debe producirse localmente y qué debe importarse y cuáles son los precios a los que deben venderse los bienes y servicios, entre otras cosas.
Es decir, Kirchner cree en la libertad de hacer de la gente siempre y cuando la gente (empresarios y consumidores) se comporte de acuerdo a lo que él considera conveniente. La gente es libre… de hacer lo que él quiere.
Su modelo de sustitución de importaciones vía un tipo de cambio artificialmente alto, los controles de precios y salarios, las prohibiciones de exportar, la creación de empresas estatales y sus insistentes críticas a ganancias “exageradas” son ejemplos categóricos sobre su forma de ver la economía.
Kirchner ve la economía como un juego de suma cero, por el cual, en todo intercambio, si uno gana es porque el otro, necesariamente, pierde. No entiende que el intercambio libre y voluntario entre las partes deriva en beneficio para ambos. No comprende que si alguien entrega una determinada cantidad de dinero a cambio de un bien o servicio es porque valora más lo que recibe que lo que entrega.
En definitiva, lo que refleja la política económica en marcha es que a Kirchner le falta profundizar en la teoría del valor: no entiende que el valor es subjetivo, que los bienes son valorados de diferente manera por diferentes personas, y que, además, una misma persona cambia la forma de valorar los bienes bajo diferentes circunstancias.
El ejemplo más elemental que puede encontrarse en los libros de Introducción a la Economía sobre la teoría del valor es el del vaso de agua. Para una misma persona, un vaso de agua tiene diferente valor si está cómodamente instalada en su casa donde girando la canilla tiene abundante agua, que si está en el medio del desierto. Las cosas tienen diferente valor para una misma persona dependiendo de la circunstancia en que se encuentre.
Kirchner tampoco parece comprender que, para una persona con sed, el primer vaso de agua tiene más valor que el segundo. Es decir, que los bienes tienen una utilidad decreciente. Al no entender la teoría del valor, el presidente no comprende la forma en que se asignan eficientemente los recursos (definiendo como una eficiente asignación de recursos aquella que satisface las necesidades de la gente, las que se expresan a través de sus valoraciones en el libre intercambio).
Como Kirchner desconoce estos fundamentos de la economía, cree que puede reemplazar las valoraciones de millones de personas por una sola opinión sobre el valor de las cosas: esa única opinión es la suya.
Y esa única opinión sobre el valor de las cosas lo lleva a decidir qué debe producirse, cuánto debe producirse y a qué precios debe venderse lo que se produce. Pero como Kirchner desprecia la libertad de la gente para expresar sus valoraciones en el mercado, el siguiente e inevitable paso que tiene que dar consiste en definir cuánto tiene que ganar cada uno. Es decir, cómo debe distribuirse la riqueza generada. Él, El Supremo, decide, desde un cómodo sillón en la Casa Rosada, cuál debe ser la rentabilidad de las empresas y cuánto tienen que ganar los empleados.
Y este paso resulta inevitable porque los ingresos de las personas no dependen de su capacidad de innovación, esfuerzo, aceptación del riesgo empresarial y dedicación al trabajo, sino de El Supremo, que decide cuál debe ser el ingreso que le corresponde a cada uno dado que quedó anulada la libertad de expresar las valoraciones personales.
En este contexto, no debe sorprender que en nuestro país este resurgiendo una dirigencia empresarial que adule a El Supremo. Es que la adulación de El Supremo es la llave para acceder a buenos negocios o, simplemente, la llave para sobrevivir.
El problema es que está visión única del valor determina que, para El Supremo, las cosas tengan el mismo valor para todas las personas, bajo cualquier circunstancia y a lo largo del tiempo. ¿Cuál es el problema? Que si el valor de los bienes y servicios es único y permanente, la economía se transforma en algo estático, sin dinamismo, sin innovación, sin inversiones, sin espíritu emprendedor y, por lo tanto, la riqueza generada pasa a ser constante o decreciente.
Y si la riqueza generada es constante, un sector sólo puede incrementar sus ingresos si logra que El Supremo les quite a otros para darle él. Los productores ganaderos han sentido en carne propia lo que significa perder ingresos en beneficios de otros por decisión de El Supremo.
En definitiva, esta visión distorsionada de la realidad económica hace que la teoría del valor único de El Supremo transforme los movimientos económicos en un juego de suma cero. Lo que gana uno es porque lo pierde otro. En este esquema no hay progreso para todos, sino progreso para los que bendice El Supremo. Asimismo, El Supremo también cree tener una visión exacta de qué es y qué no es negocio.
Cuando vuelve a transformar al Estado en empresario, en forma implícita está diciendo que él sabe mejor que el resto de la sociedad dónde deben asignarse los recursos productivos. El Supremo toma compulsivamente el dinero de los contribuyentes y los destina a actividades empresariales ineficientes. ¿Por qué ineficientes? Porque si el dinero que el Estado destina a un proyecto fuera buen negocio, ya lo hubiese hecho el sector privado.
Y si el sector privado se equivoca en su apreciación sobre un negocio, paga con pérdidas su error. ¿Qué ocurre cuando el Estado asigna ineficientemente los recursos en aventuras empresariales? ¿Será el funcionario público el que asumirá las pérdidas por los errores cometidos? No, las pérdidas se las transfiere al contribuyente. Éste tiene que destinar parte de sus ingresos a formar el capital de una empresa ineficiente y, luego, a sostener las pérdidas de esa empresa estatal. En síntesis, el estatismo y el intervencionismo parten del supuesto de que la gente es incapaz de decidir qué hay que producir, en qué cantidades, en qué calidades, a qué precios y quién debe producir. Bajo este sistema, la gente no es libre de construir su futuro económico. Ese privilegio se lo reserva El Supremo.
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