noviembre 20, 2005

Katrina y todos los gatos en una bolsa

Katrina Mete Muchos Gatos en la Misma Bolsa

Por Eduardo Ferreyra - 16-septiembre-2005

Este artículo fue enviado el 11 de septiembre pasado al diario La Voz del Interior de Córdoba para su publicación junto a los demás artículos escritos para un debate sobre el huracán Katrina. Este diario ha mantenido desde hace varios años una política ecologista que, entre otras cosas se ha manifestado en la ignorancia absoluta a mis comentarios, artículos, y cartas enviadas al “Correo de lectores”, o a los editores en jefe, ejerciendo una censura previa muy lejana a las tradiciones de sobriedad y seriedad periodística que mostraba el tradicional diario Cordobés antes de caer en manos del conglomerado pseudo periodístico de Clarín.

Dado que en los últimos años La Voz del Interior nunca se molestó en contestar mis mensajes (ni siquiera para aconsejarme que no siguiese perdiendo mi tiempo), y transcurrido un prudencial tiempo para que esta comunicación ocurriese, o se hubiese publicado el artículo, es que FAEC lo pone en la web para información de la gente que no se contenta con el contenido ideológico de La Voz del Interior.

Córdoba, 10 de septiembre, 2005

Sr. Director de La Voz del Interior

De mi mayor consideración:

Le ruego que considere el siguiente aporte dentro del debate abierto sobre la catástrofe del huracán Katrina que devastó Nueva Orleáns la semana pasada, que ha incluido a personas que representan a distintas facetas del pensamiento y la actividad humana. Le falta, sin embargo, la visión de quienes tienen conocimientos sobre climatología, y que hace años que se vienen pronunciando sobre el tema cambio climático y las exageradas y desinformantes expresiones alejadas de la ciencia que hacen algunos representantes de ONGs ambientalistas al respecto.

Sin otro particular, le saludo con mi mayor consideración,

Eduardo Ferreyra
Presidente de FAEC
Fundación Argentina de Ecología Científica

Todos los Gatos en una Misma Bolsa

Los desastres suceden. Hacen 250 años atrás, el 1º de noviembre de 1755, Lisboa, la capital de Portugal fue destruida por un terremoto que mató decenas de miles de sus habitantes. Como el huracán Katrina, la calamidad de Lisboa inspiró no sólo pavor por la potencia de la naturaleza y simpatía por sus víctimas indefensas, sino toda clase de comentarios moralistas. Uno de los más recordados es el del filósofo francés Voltarie, quien incluyó al terremoto en su hermoso libro Candide

Para Voltaire, la destrucción de Lisboa es una prueba de que “no vivimos en el mejor de los mundos posibles,” – una posición filosófica compartida por Gottfried Leibniz, pero muy concisa y brillantemente expuesta en el ensayo de Alexander Pope sobre la humanidad, “Lo que sea, está bien.”


De acuerdo con Leibniz el mal y el sufrimiento son parte integral del orden dispuesto por Dios. Aunque parezca inexplicable para nosotros, son parte un plan divino y, paradójicamente, el mundo sería sin ellos un poco menos perfecto.

No sabemos ni sabremos jamás las razones por las cuales Dios parece estar ausente cuando las grandes tragedias ocurren, ni por qué permite que ocurran. La respuesta de Voltaire era la clara exposición del pensamiento ateo, los terremotos ocurren porque Dios no existe: “Una cruel pieza de la filosofía natural!” le escribía a un amigo, “¿Qué dirán ahora los predicadores?” Voltaire creía que la humanidad aprendería una lección a partir de la indiscriminada crueldad del terremoto. Creía que la catástrofe “le enseñaría al hombre a no perseguir al hombre porque, mientras algunos farsantes santurrones están quemando en la pira a algunos fanáticos, la Tierra se abre y los traga a todos por igual.”

Por desgracia, eso es apenas una expresión de deseo voluntarioso. Por el contrario, la respuesta humana más común a un desastre natural es reafirmar, más que repudiar, la fe religiosa. La religión tiene sus orígenes prehistóricos en el deseo humano de encontrar algún propósito divino en los acontecimientos naturales. El Viejo Testamento interpreta al Diluvio de Noé como un castigo divino para un mundo pecaminoso.

En el mismo espíritu, comentaristas religiosos y laicos se han apresurado a atribuirle significados morales a la destrucción de Nueva Orleáns causada por el huracán Katrina. Los desastres naturales, no son como los ataques terroristas que tienen culpables materiales bien identificados, y causas bien declaradas. Con un huracán, es necesario ser más creativo. La respuesta más banal fue la de culpar a las autoridades locales, estaduales y federales por graves pecados de omisión. Estas acusaciones impulsaron a un ex funcionario de gobierno a declarar de manera defensiva, “Somos todos culpables.” ¿Por un huracán?

Actualmente, la tragedia del huracán Katrina ha sido transformada en una vergonzosa parodia mediática. Un análisis rápido del tema nos muestra que tiene cuatro partes básicas:

  • Un huracán clase 4 pasando por encima de una ciudad muy mal ubicada;

  • Un fracaso gubernamental a nivel local, estadual y nacional en prevenir y actuar después;

  • La pobreza de gran parte de la población de Nueva Orleáns asegurando que la mayor parte de esa población no pudiese abandonar la ciudad; y

  • Un enorme ignorancia sobre la ciencia meteorológica y climática, compartida por periodistas, al decir de Tato Bores “opinators” de toda laya, agencias noticiosas y representantes de organizaciones ambientalistas.

Todos llevando agua para sus respectivos molinos y para ello meten a todos los gatos en una misma bolsa. Cuando el río viene revuelto, se dice que los pescadores salen ganando.

Un periodista del diario El País de Madrid lleva agua para su molino socialista criticando al neoliberalismo, sus políticas económicas y sus efectos sobre el mundo, como si el clima pudiese ser influido por la política. Otra opinión de un conocido representante del ecologismo local hace varias afirmaciones, entre ellas una sin base científica ninguna, que expresa: “¿Se asumirá por fin que el cambio de clima con sus huracanes cada vez más frecuentes y sus ciclones extratropicales es una dramática realidad?”, y la otra, con total desconocimiento de los sistemas republicanos de los Estados Unidos, de que el presidente Bush “se negaba, sonriendo, a firmar el Protocolo de Kioto. En su mermada capacidad de análisis el cambio climático global carecía de prioridad.”

De “mermada capacidad de análisis” se puede calificar el ignorar que el presidente de los Estados Unidos carece de las atribuciones para firmar ningún tratado de la clase que fuese por la elemental razón de que la exclusiva responsabilidad para hacerlo es del Congreso de su país. Quienes tienen memoria útil para estos casos de denuncias y acusaciones infundadas, recuerdan que en 1997 el Senado de los Estados Unidos rechazó en una votación histórica, por 95 votos a cero, firmar ningún tratado que implicase la reducción de un consumo de combustibles que redujese la producción de energía. El Tratado de Kioto había sido enviado al Congreso a recomendación del entonces presidente Bill Clinton, impulsado por su vicepresidente Al Gore, el archecologista heredero del pensamiento verde de Jimmy Carter. El pueblo de los Estados Unidos, a través de sus legítimos representantes, fue quien rechazó el Protocolo de Kioto. No fue George Bush.

Bill Clinton y Al Gore comprobaron que su pueblo no era partidario de tomar parte en ningún tratado que redujese a cenizas su capacidad industrial, y sus condiciones de vida, y se olvidaron del tema para siempre. Pero el periodismo y quienes tienen intereses espurios en el Tratado de Kioto, siguen acusando al presidente George Bush de negarse a ratificar al tratado de Kioto. Sabemos que el Sr. Bush tiene serias limitaciones para llevar adelante un pensamiento coherente y lúcido, pero el tratado de Kioto escapa a sus deseos o posibilidades de ratificarlo. No lo puede hacer. No es de su competencia hacerlo. La constitución se lo prohíbe.

Tan falsa como esta afirmación contra George Bush, es la del aumento de la actividad de las tormentas y huracanes. Hay varios miles de científicos y climatólogos en el mundo que se han pronunciado en contra de esa posibilidad. Por ejemplo, el principal científico contribuyente a los capítulos sobre huracanes y tormentas de los Informes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPPC), el Dr. Christopher Landsea, renunció el año pasado a su cargo y a seguir participando de los informes de la organización, por disentir con las afirmaciones constantes del IPCC de que las tormentas y huracanes habían aumentado. En su carta pública de renuncia, el Dr. Landsea dice, entre otras graves acusaciones contra el IPCC y sus autoridades:

“Para el próximo Informe de Evaluación 4, se me pidió hace muchas semanas atrás, a través del Autor Principal del Capítulo Observaciones — el Dr. Kevin Trenberth — que suministrara la redacción de los huracanes del Atlántico. Como lo había hecho en el pasado, estuve de acuerdo con ayudar al IPCC en lo que pensé que era una importante determinación, políticamente neutra, de lo que estaba sucediendo con nuestro clima. … Poco tiempo después el Dr. Trenberth participó en una conferencia de prensa organizada por científicos de Harvard sobre el tópico "Expertos alertan que el calentamiento global es probable que siga espoleando más estallidos de intensa actividad de los huracanes" junto con otras entrevistas mediáticas sobre el tópico. … Estas sesiones con los medios tienen el resultado potencial de provocar una percepción extendida de que el calentamiento global hizo que la reciente actividad de los huracanes fuese más severa.”

No sólo el Dr. Landsea afirma y demuestra que la creencia de que tormentas, huracanes y tifones han aumentando en frecuencia y severidad en los últimos años es totalmente errada, sino que observan que, “a pesar de algunas fluctuaciones cíclicas, la tendencia es hacia una reducción de la frecuencia e intensidad de estos eventos extremos del cli-ma.” Y la explicación es simple: no es el aumento del calor de la atmósfera quien provoca el nacimiento de los huracanes del Atlántico y del Pacífico, sino que es la diferencia entre las temperaturas del agua de los mares y las temperaturas del Polo Norte la que impulsa y potencia a los huracanes y tifones. Dado que los modelos climáticos computarizados predicen que los polos se calentarán más rápidamente que las regiones tropicales, la diferencia de temperatura es menor, y la generación de huracanes disminuye, tanto en frecuencia como en intensidad.

También han demostrado los estudios de muchos científicos que la mayor frecuencia y violencia de tormentas, huracanes y tifones ha sido mayor durante las épocas de grandes fríos, como la pequeña Edad de Hielo entre 1350 y 1710, que en las épocas más cálidas como el Período Cálido Medieval, entre 850 y el 1350. En el siglo 20, la época con menos huracanes fue la década de los años 40, cuando más aumentaron los gases de invernadero. Se registró un aumento de la cantidad de huraca-nes entre 1995 hasta el 2000, pero la tendencia ha disminuido desde entonces.

El Utópico Riesgo Cero

Se nos alerta sobre que “Nueva Orleáns está a la vuelta de la esquina,” recordando la inundación de San Carlos Minas, pero olvidando que Lisboa y cualquier otro desastre natural también están a la vuelta de la esquina, y que contra los desastres naturales lo único que se puede hacer es tratar de minimizar las consecuencias y, como se nos aconseja, realizar estudios relacionados con la integridad estructural de los diques de Córdoba –pero sin olvidar que el viejo dique San Roque, considerado peligroso en su momento, fue imposible demolerlo, aún usando dinamita.

Pero personalmente hubiese preferido escuchar un plan para la eliminación de las vinchucas y el Mal de Chagas, riesgo concreto, diario, e invalidante para miles de personas, que una hipotética y remota inundación causada por la rotura de algún dique –evento que raramente se ha registrado en la historia del mundo.

Se recomiendan leyes y medidas que reduzcan los riesgos ambientales, pero se pretende llevar esos riesgos a cero, al precio que sea necesario, paradójicamente con costos de vidas humanas. El riesgo cero en cualquier actividad humana es una meta totalmente imposible. Pero hay riesgos que pueden reducirse, si se quieren tomar las decisiones políticas necesarias: viajar en avión representa un riesgo de muerte de 1 en 10 millones, pero el riesgo de fumar 20 cigarrillos diarios es igual a 1 en 200. Vivir cerca de un “basurero nuclear de alta radioactividad” tiene una probabilidad de muerte en 1 en 100 mil millones, pero ir a la cancha de fútbol le expone a uno a 1 en 25.000. Vivir cerca de una central nuclear tiene un riesgo de 1 en 10 millones, pero el viajar en ómnibus es de 1 en 10.000, exactamente la mitad del riesgo de enfriarse y enfermar de gripe, que es de 1 en 5000.

Hay riesgos ciertos y otros imaginarios o altamente exagerados. No es inteligente malgastar el dinero público en reducir a cero riesgos remotos o imaginarios y olvidar que hay otros riesgos de salud y seguridad muchos más urgentes y mucho más reales, como la pobreza y la ignorancia, las peores de las contaminaciones posibles.

El riesgo de que Nueva Orleáns sufriera una catástrofe si era alcanzada por un huracán severo era muy conocido ya desde decenas de años atrás, conocimiento que se afianzó más todavía desde que el huracán Camille rozó a la ciudad en 1969. Desde entonces los ingenieros del ejército de los Estados Unidos y múltiples asociaciones de ingenieros civiles habían hecho los análisis necesarios y recomendado las medidas adecuadas, entre ellas, las de no seguir construyendo en muchos sitios. Advirtieron desde entonces que si un huracán de clase 3 ó 4 tocaba de manera directa, los efectos serían terribles. Lo fueron.

Muchas de esas recomendaciones, sin embargo, apuntaban a desecar o modificar algunos de los humedales que rodean a la ciudad, como se hizo al sur de Roma en los años 20 con los pantanos del Pontino, y llevó a la eliminación de la malaria de Italia. Sin embargo, fue algo imposible de poner en práctica por la oposición férrea de organizaciones ecologistas como el Sierra Club, campeón del eco-logismo americano, quien en 1995 demandó al Cuerpo de Ingenieros del Ejército y consiguió impedir que se elevaran y se reforzaran los malecones y diques que hubiesen impedido que el mar inundase la ciudad. En el desastre de Nueva Orleáns, el Sierra Club tiene más culpa que George Bush.

Estas organizaciones ecologistas se oponen a que se toquen sus “humedales”, una de las niñas bonitas de su filosofía contraria al progreso y al mejoramiento de las condiciones de vida de los seres humanos. La asociación ecologista de Nueva Orleáns, “Salven Nuestros Humedales” demandó en 1975, y ganó un juicio contra el proyecto de construir varias compuertas en el Lago Pontchartrain, que hubiesen impedido el vuelco de efluentes tóxicos en el lago y el golfo de México. Para estas asociaciones ecologistas, la vida de sanguijuelas, caracoles y pescados tiene Prioridad Uno, la de los seres humanos no parece tener valor alguno.¿Actos de Dios, Venganza de la Naturaleza?

La realidad es, por supuesto, que los desastres naturales no tienen significado moral alguno. Simplemente suceden, y no podemos predecir dónde y cuando. En 2003, tomando apenas un solo año como muestra, 41.000 personas murieron en Irán cuando un terremoto sacudió a la ciudad de Bam; más de 200 personas murieron en un pequeño terremoto en Argelia, y poco menos de 1500 murieron en la India en una desusada ola de calor. En los Estados Unidos, cuna y paraíso de la seguridad ambiental, murieron por lo menos 100 personas a consecuencias tormentas e incendios forestales. No contamos los muertos cuando descarrila un tren en la India o cae un ómnibus repleto de gente a un barranco en los Andes Colombianos, Peruanos, o Ecuatorianos, o…

Los desastres naturales –por favor no se les llame Actos de Dios o Venganza de la naturaleza- mataron ese años a muchas más personas que el terrorismo, calculadas en 4.271. Y sin embargo, los desastres naturales causan muchas menos muertes cada año que las enfermedades del corazón (unas siete millones) y los accidentes de tráfico (un millón). Claro que si los infartos y los accidentes de auto ocurrieran todos el mismo día y en la misma ciudad, los medios de comunicación nos estarían abrumando entusiasmados durante meses con el tema.

No nos cuentan, sin embargo, de las 4 millones de muertes –perfectamente evitables- que efectivamente ocurren anualmente a causa de la malaria, porque las asociaciones ecologistas decidieron hace 33 años prohibir al mejor medio de eliminar a la malaria de la faz de la Tierra. Sin embargo, a la hora de acusar a las autoridades, lo hacen queriendo ocultar que esas autoridades muchas veces no pudieron actuar por la oposición que ellos mismos hicieron. Me pregunto que habrían opinado Voltaire, el ateo, y Leibniz, el religioso, sobre el accionar de los seguidores de Gaia, la Diosa de la Madre Naturaleza.

Como Voltaire lo comprendió, los huracanes como los terremotos, deberían servirnos para recordarnos nuestra propia vulnerabilidad como seres humanos enfrentados a una naturaleza inmisericorde. Es una pena que, como ocurría en 1755, se prefiera interpretar a las catástrofes naturales de manera espuria que nos divide en vez de unirnos.

Eduardo Ferreyra
Presidente de FAEC
Fundación Argentina de Ecología Científica