marzo 11, 2009

Lacra No. 1: El Populismo

El Dr. Octavio Carranza es un abogado cordobés, notable constitucionalista y experto en lidiar con las chicanas judiciales de sus colegas en los fueros laboral y comercial. Publicó en 2007 un libro titulado “Radiografía de los populismos argentinos” (Editores Liber Liberat, 2007) que es una visión descarnada de estos terrible problemas que son la demagogia, el populismo y el sindicalismo, y muchos de sus argumentos han inspirado a los míos para ampliarlos y añadir mi granito de arena.


Algunas frases sueltas nos pueden iniciar en el estudio del populismo y todas las lacras que se han originado a partir de su institucionalización e incorporación en la constitución Nacional a través de sus sucesivas y desafortunadas reformas. Sólo es menester recordar que la constitución es el único medio que disponen los ciudadanos para protegerse del abuso deshonesto de los gobernantes. La Constitución sirve para garantizar las libertades y derechos básicos y fundamentales de cada individuo, y por ende, de la sociedad toda. Cada vez que la Constitución fue reformada se recortaron importantes libertades y derechos de los ciudadanos, pero siempre en aras y con la excusa de un “bien mayor” para la sociedad en su conjunto. Mentiras, y de las muy burdas. Sólo se afianzaron los privilegios de políticos y de corporaciones que se fueron convirtiendo de a poco en verdaderas garrapatas o parásitos de la nación.

  • El populismo no aguanta ser fotografiado o radiografiado; no resiste pasar pruebas de sensatez o sentido común.

  • Las etapas románticas del colectivismo, como también en su nivel correspondiente, el ecologismo, se concebían océanos de limonada destinados a satisfacer la sed de las masas, al decir de Fourier.

  • En los fenómenos populistas encontramos una caprichosa y constante inclinación hacia la fábula, el mito, la fantasía, lo irracional, la superstición, formas oscuras del subconsciente, absolutamente opuestas al examen metódico y minucioso, a la reflexión, al deambular por planos racionales.

  • Dicen los necios que las comparaciones son odiosas -quizá porque uno de los comparados termina perdiendo en el camino, y a nadie le agrada perder. Pero si no comparamos no podremos jamás comprender la diferencia entre conceptos universales como el bien y el mal, para empezar, o entre conceptos más subjetivos como la belleza o el sabor y calidad de un vino añejo.

  • “Hasta el presente el Estado carece de medios para hacer desaparecer la escasez, pues el Estado no es creador de riqueza sino que, por el contrario, se alimenta exclusivamente de lo que produce el sector privado.”

Sólo han progresado y tomado la delantera entre las naciones aquellas que se han dedicado a facilitar la actuación de la fuerzas individuales que impulsan la creación de la riqueza mediante la transformación de los recursos naturales en productos de consumo, gracias al valor agregado de la mano de obra de cientos de miles o millones de habitantes de esos países. Recursos naturales abundantes, mano de obra educada y eficiente, máquinas herramientas, tecnologías de avanzada, y una población lo bastante grande son los términos de la fórmula para el desarrollo y el progreso de una nación, y por ende, del bienestar y seguridad de sus habitantes. Todos esos términos son de signo positivo, y sólo pueden ser anulados cuando a la fórmula se le añade la división por cero que es el populismo que muy rápidamente le abre la puerta a la demagogia, y a la corrupción.


El único medio conocido de eliminar la pobreza no es “redistribuir la riqueza” sino el de crearla primero –para luego ver cómo se “redistribuye”. Nunca hubo ningún gobierno populista que supiera cómo se hace para “redistribuir la riqueza.” Creyeron que había que hacerlo al estilo Robin Hood –sólo que las leyendas y los mitos no funcionan en la vida real. Fracasaron de manera escandalosa y muchas veces trágica. Hace muchos años se hizo el cálculo de lo que sucedería si en Estados Unidos se “redistribuyese” en partes iguales todo el capital de aquellos que poseían más de 100.000 dólares. A cada habitante de la nación le tocarían $135 dólares, algo que no mejoraría de manera definitiva la situación angustiosa de ningún mendigo, pero que descalabraría de modo definitivo la estructura económica de la nación.


Es una obviedad recordarlo, pero para satisfacer las necesidades de las personas es necesario que primero existan en el mercado, de manera efectiva y suficiente, los bienes de consumo demandados por la gente. Cuando no hay bienes o productos disponibles en la cantidad necesaria, hay escasez. Perogrullo no lo diría mejor. Primero hubo que producirlos, para luego ponerlos a disposición de la demanda de la población. También se reconoce que la producción de bienes y servicios no dependen solamente del trabajo humano, sino que es necesaria la existencia de una inversión de capital adecuada. Las inversiones en producción se dan allí donde existe seguridad jurídica para la propiedad privada y el libre desarrollo de las fuerzas del mercado. Hoy las inversiones privadas se radican de manera apabullante en Brasil y Chile, en desmedro de las posibilidades argentinas, y sólo porque la inseguridad jurídica es demasiado patente gracias a la subordinación vergonzosa del poder judicial a los designios políticos de los gobernantes de turno. ¿Y la constitución? Bien, gracias, es de chicle, y se estira, se acorta y se moldea a gusto y piacere del mandamás mayor.


Es ingenua y anacrónica la creencia de los políticos populistas de que el bienestar general depende de la buena voluntad o de la generosidad de los gobiernos. Los populistas y demagogos consideran al Estado Paternalista proveedor ad eternum de la felicidad del Pueblo, simpleza rayana en la imbecilidad que, junto a la creencia de que los gobiernos pueden crear la felicidad y el bienestar de los ciudadanos mediante leyes y decretos, demuestra que no se han aprendido ninguna de las lecciones que han quedado registradas en la historia del mundo. Desde el Código de Hammurabi hasta nuestros días, ningún gobierno, mediante sus decretos e intervenciones en el mercado han logrado contener alguna inflación –que no haya reventado a los pocos años de manera catastrófica.


Se ha hablado mucho de la paradoja del populismo, que en su intención manifiesta y declamada de ayudar a los pobres, en realidad los multiplica a través de sucesivas crisis –que siempre son culpadas a agentes externos, a los especuladores, al FMI, y otros chivos expiatorios similares- causando la contracción de la economía por el acoso que se le hace al capital, y a la fuga de ese capital hacia aires más puros, que el constante abuso de los impuestos excesivos se hace para “redistribuir la riqueza” y mantener precios y tarifas deprimidos para “beneficio del pueblo”. No es el capitalismo el responsable de la pobreza. Si lo fuese, todos los habitantes del país más rico del mundo, EEUU, serían pobres! O los de la mayoría de los países europeos, de Japón, Corea del Sur, Canadá, Australia… Es la ausencia del riguroso ordenamiento del capitalismo lo que provoca la pobreza, y ello se ve en que en el tercer mundo hay escaso capital por habitante. Hay muy escaso ingreso per cápita anual, muy bajo PBI producido por una población que crece más rápidamente de lo que aumenta el capital, y un desempleo crónico.


La llamada “Generación del 80,” la de aquellos visionarios y geniales hombres de fines del siglo 19, fue la que recibió una Argentina bañada en sangre de guerras civiles, con una economía destruida, sin industrias y con una población heterogénea y casi sumida en la anarquía. ¡Hablen de “herencia recibida”! Sin embargo, en poco más de 30 años habían esos hombres públicos colocado a la Argentina en un primerísimo plano en el concierto de las naciones del mundo, y ya hacia 1920 ocupada el 5º lugar entre ellas. Nos preguntamos entonces, ¿qué sucedió? ¿Qué salió mal? ¿Por qué estamos hoy en el medio del ranking de naciones, en un puesto que varía del 39 al 74, dependiendo de la última y oportuna crisis?


La respuesta es una sola: Argentina enfermó de la peor y más mortal dolencia; contrajo el letal cáncer del populismo, y todos sus gobiernos han pretendido apagar los sucesivos incendios causado por él con baldes de gasolina, clamando a las masas que ellos tienen la fórmula mágica que les llevará a la felicidad, a la tierra de leche y miel, de tiernos asados de tira y abundantes “planes trabajar.” Hay un solo problema: para pagar ‘su libra de carne’ tienen que agachar la cabeza, doblar el lomo, y callar la boca mientras sus benefactores en la Casa Robada se ingenian para inventar excusas para explicar “por qué no funcionó”, “por qué no se pudo cumplir”, pero que si son reelegidos “ahora sí, sígannos que no los defraudaremos,” o “redistribuiremos la riqueza a manchancha,” y castigaremos a los genocidas, y algunas otras sandeces de calibres similares.


Desde 1946, la Argentina se erigió a nivel mundial en la Campeona de las llamadas “conquistas y reivindicaciones sociales” para ayudar a los pobres. Revisando la historia vemos el fracaso de todos y cada uno de los gobiernos desde entonces, porque las famosas “conquistas sociales” lo único que produjeron fue un aumento de los pobres y el progresivo deterioro de sus condiciones de vida. Un ejemplo clarísimo de esto es la condición en que se encuentran las poblaciones aborígenes del Chaco y Formosa –aunque el resto de los aborígenes no están mucho mejor- cuyas condiciones de vida son peores que las de sus ancestros en la época de la Colonia.


Los indígenas de América vivían antiguamente en el Paraíso, aunque su expectativa de vida no superaba los 30 años. Las organizaciones ecologistas y muchos antropólogos de la Teología de la Liberación nos aseguran que la salvación del mundo y la supervivencia de la humanidad dependen de que disminuyamos nuestros estilos y condiciones de vida y adoptemos las del “noble salvaje” de Rousseau. Volver a las fuentes, vivir en íntimo contacto y armonía con la naturaleza, nada de productos sintéticos, fuera la tecnología, sólo medicina holística, hierbas y shamanes soplando humo sobre los tumores; agricultura amable con la Madre Tierra, nada de tractores, pesticidas, glifosato y soja, electricidad; nada de combustibles que emiten gases que calientan al planeta. Se supone –ellos lo suponen y así lo afirman- que eso es vivir bien. Y quieren promulgar leyes que obliguen a todo el mundo a vivir de esa manera, en íntima comunión con la Pachamama.


Bien, así, exactamente así es como los wichis, los tobas, matacos y demás aborígenes del Chaco y Formosa están viviendo: sin medicinas, sin tractores ni pesticidas, sin los alimentos necesarios, tejiendo a mano sus ropas, pescando sus peces a veces portadores del cólera, bebiendo aguas de ríos infestados por amebas histolíticas, caminando por terrenos plagados de parásitos espantosos productores de la esquistosomiasis, o del Chagas. Los políticos quieren dictar leyes “especiales” para los aborígenes, como si las contenidas en la Constitución Nacional no fuesen suficientes para garantizar a todos los habitantes de la nación sus derechos a una vida digna, al alimento necesario, a la educación, a la salud, a la vivienda, y a iguales oportunidades dentro de la sociedad argentina. Sólo que los políticos profesionales siempre se han desentendido de sus “protegidos” y se han robado el dinero del erario público sin el menor asomo de vergüenza ni arrepentimiento. Son los políticos populistas, aquellos que necesitan que la pobreza nunca se extinga porque sería el final de sus carreras. No tendrían la excusa de solicitar fondos y presupuestos para la emergencia económica de sus provincias, para lanzar planes y “programas de ayuda solidaria” –y luego embolsarse lo obtenido sin el menor cargo de conciencia –porque cabe preguntarse si esos políticos y funcionarios alguna vez tuvieron una.


Es que en el lenguaje de todos los partidos populistas abundan las ideas de “distribución de la riqueza”, pero para ello deben recurrir primero a las confiscaciones de la misma porque fueron incapaces de generarla ellos mismos, a través de sus inútiles “planes quinquenales”, o de otros proyectos faraónicos e ilusorios como “polos informáticos”, “parques industriales”, traslado de capitales, trenes bala, cohetes a Tokio, y otros desvaríos. Abundan los subsidios, como también los pedidos al exterior de préstamos para financiar el déficit (que ellos mismos crearon con sus políticas de ineptos y ladrones), vemos el crecimiento constante del gasto público –sólo otorgando contratos a los amigos que proveerán del consabido “retorno”, antes llamado “coima”. Se ceban en el control estatal de las variables del mercado, como si alguna vez hubiesen surtido efecto. Recordamos aún las palabras del Secretario de Comercio Interior de Alfonsín, Ricardo Campero (era su yerno) diciendo ante los micrófonos, después del fracaso de sus medidas para controlar la suba de precios de la canasta familiar en 1989, “Esta semana los precios han tenido un comportamiento fascista”. (!) O recordar al Sr. Moreno, su INDEK, su revólver sobre la mesa y sus amenazas a industriales, comerciantes y gente del campo. Muy partidocrático, por supuesto.

Hemos visto toda clase de disparates en el manejo de la administración pública nacional, controles de cambio, tablitas de ajuste hipotecarias, festivales de bonos de todos los colores, déficit cuasi-fiscales, precios máximos y por supuesto, las famosas y anticonstitucionales “retenciones a la producción del agro.” Dislates sin pausa y sin fin. Un observador internacional dijo que gracias a Dios la Argentina se recupera durante la noche –horas en que los políticos no están “trabajando”. Pero no son los políticos los únicos responsables del descalabro y del cáncer terminal de la Argentina. El sindicalismo es quizás el verdadero y más efectivo salvavidas de plomo que debemos tratar de eliminar lo más rápidamente posible.

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